lunes, 22 de diciembre de 2014

¿HECHOS INCONEXOS?






         El otro día caminaba tranquilamente tomando el sol cuando un hombre, de mediana edad, se agachó y recogió de la acera la colilla de un cigarrillo, todavía humeante, que se llevó a la boca. Aspiró el humo con fruición y soltó una bocanada.
         Este suceso me trajo a la memoria a uno de mis abuelos, Pepín le llamaban sus amigos. Era un fumador empedernido, de esos que tienen los dedos índice y corazón manchados de nicotina. Fumaba cigarrillos liados, que yo disfrutaba fabricándole mediante un pequeño artilugio compuesto de dos cilindros metálicos entre los que se introducía el tabaco y papel de liar marca Bambú.
         Me llamaba la atención que, cuando acababa de fumar o, a veces, apenas encender el cigarrillo, lo apagaba y, con unas tijeras, cortaba la parte quemada. Después, cuidadosamente, guardaba la colilla en una cajita que guardaba en su despacho.
         Aquello era un misterio para mí. Me parecía carente de sentido que guardara las colillas cuando podía tener cigarrillos nuevos.
         Un día, llamaron a la puerta y abrí. Un hombre vestido con uniforme de cobrador de tranvía me preguntó por el abuelo. Le avisé, se saludaron, mi abuelo le hizo pasar a su despacho y, con gran sorpresa por mi parte vi cómo le entregaba, discretamente,  la cajita de colillas, que el hombre guardó en su bolsillo, dando las gracias y despidiéndose.
         Apenas pude aguantar mi excitación y, tan pronto quedamos solos, le pregunté: “abuelo, ¿por qué le has dado a ese señor las colillas?”
         Me contestó que aquél hombre ganaba tan poco dinero que no podía comprarse tabaco y nunca había querido aceptar  ayuda económica. Me gustó que mi abuelo ayudara a la gente y lo hiciera con discreción.
         Volviendo al inicio, el mismo día que vi al hombre recogiendo la colilla de la calle, tuve la oportunidad de encontrarme con un grupo de personas que dedicaban tiempo, esfuerzo, ayuda material y económica, a otro grupo a quienes la enfermedad, la tragedia o el devenir de su existencia había colocado en situación de exclusión social. Volví a recordar a mi abuelo.
         Coincidiendo con la celebración litúrgica en la parroquia de mi barrio, se produjo el último sábado un hecho singular. Una persona adulta pidió ser bautizada como cristiana. En estos tiempos en que el materialismo y el consumismo lo invade todo, me pareció muy importante que alguien decidiera comprometerse, y en público.
         Sé que se dirá que es una estupidez, que está desfasada, que si la Iglesia tal o cual. No me importa. Esta persona optó por algo en lo que creía y eso es  más de lo que hacemos muchos, que callamos o nos limitamos a quejarnos en el mostrador del bar sin tomar ninguna iniciativa para resolver nada. Unas veces porque nuestra despensa está llena y otras porque hemos perdido la esperanza en el cambio y nos decimos: “total, ¿para qué?”
         Me he preguntado varias veces si, realmente, estos hechos que narro son inconexos, pero vuelvo las hojas del calendario, escucho la radio, veo la televisión, leo el periódico …Todo el mundo habla de la Navidad, aquí y allá. Sí, algunos lo hacen porque les pagan, otros para vender más pero, detrás de todo ello, aunque no se quiera reconocer, hay algo más.
         Estamos tan acostumbrados a que lo importante es el dinero, el poder, que no apetece recordar a alguien que, solidariamente, se atrevió a ser pobre entre los pobres, sin importarle vivir en contra de quienes utilizaban la palabra y el puesto para ejercer el poder y sin importarle morir, para demostrar hasta donde era capaz de llegar.
         Es Navidad. Dejémonos de prejuicios tontos y reunámonos con los amigos, abracemos al que llega, brindemos por el futuro y reneguemos de quienes  entienden la solidaridad como un medio de hacer más grande su fortuna.
         Tengamos coraje para averiguar si es cierto que cuando uno ama no pierde nada.
¡FELIZ NAVIDAD!

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