El arlequín, aburrido, se recostaba contra una pared viendo al artesano, pincel en mano, dar una pincelada por aquí, otra por allá, que iban prestando brillantes colores a las zapatillas, las piernas, el vaporoso vestido de tul de la bailarina... Empezó a sentirse interesado cuando unos maestros toques colorearon la rubia trenza rematada con un primoroso lazo azul celeste. Después, fue el rostro, con unas cejas negras que parecían enmarcar los grandes ojos que, poco a poco, al rellenarse de color parecían mirar asombrados a su alrededor.
El pintor se retiró unos pasos para ver el efecto de conjunto. Los ojos de la bailarina quedaron enfrentados a los del arlequín y este creyó advertir en ellos un brillo destellante que le hizo vibrar. Un nuevo y artístico toque de pintura puso color en las mejillas de la bailarina como si, ruborizada, hubiera acusado aquélla mirada.
El aprendiz iba colocando las figuras en los laterales del taller para que se secara la pintura y, a la vez, dejar hueco en el centro para las partes grandes del monumento. Junto al arlequín quedo libre un espacio que este observó, de soslayo, suspirando al pensar lo que daría por tener la bailarina a su lado. Como adivinando sus pensamientos, con la bailarina al hombro y, buscando con la mirada el sitio adecuado, el aprendiz se dirigió hacia el arlequín, junto al que la depositó, apoyada en la pared de la que poco a poco fue deslizándose hasta que la mano de uno y otro se rozaron. Algo, como un chispazo, recorrió los inertes cuerpos de arlequín y bailarina y un ¡ oh ! colectivo pareció llenar el aire saliendo de lo más dentro de los restantes muñecos que atestaban el taller ,entre cartones, retales de madera y botes de pintura chorreantes.
Llegó la noche y todo quedó en silenciosa penumbra. Los artesanos se retiraron a descansar. El arlequín, como por encanto, se apeó del madero que lo sostenía y, haciendo una grácil reverencia, tomó la mano derecha de la bailarina que, ruborizada, aceptó su invitación, mientras la orquesta de cartón piedra que, muda hasta entonces había contemplado la escena, empezó a emitir los compases de un vals. Arlequín y bailarina parecieron volar sobre la improvisada pista de baile que les ofrecía el taller,y giraban y giraban sorteando los obstáculos. A cada vuelta parecía que, de lo más dentro de ambos surgía una especie de aura que se elevaba y giraba con ellos.
Las lejanas campanadas de la catedral y el inicio de la claridad del alba, rompieron el hechizo. Ambos quedaron rígidos de nuevo en tanto que la música, bruscamente, cesaba; un ruido de llaves precedía la apertura de la puerta y un rayo de sol , curioso, parecía querer colarse a fisgonear.
Los dos muñecos estaban en el suelo, uno junto al otro, como si se hubieran estado abrazando. El maestro reprendió al aprendiz por no haberlos colocado bien y, maldiciendo entre dientes, cogió paleta y un pincel, con los que intentó recomponer el color del rostro del arlequín, en el que aparecía, destacada, la huella de unos labios rojos.
Un grupo de personas se acercó, observando minuciosamente las diversas figuras y grupos diseminados por el taller. Finalmente, después de un cuchicheo, se detuvieron frente al arlequín y pronunciaron una sola palabra: "este", a lo que respondió el aprendiz con un encogimiento de hombros, lo cogió y dirigiéndose al patio, colocándolo en una furgoneta que allí esperaba, medio cargada de figuras de payasos, caracoles gigantes y una señora gorda e impresentable.
A medida que la furgoneta le alejaba del taller, el arlequín sentía que el corazón se le iba endureciendo y un nudo en su garganta le impidió exteriorizar el sollozo que pugnaba por salir .
Fue llevado a una enorme sala de exposiciones en la que había elefantes, chinos, prostitutas y hasta enanitos asomando la cabeza por ventanas practicadas en enormes setas. Una puerta se abrió y empezó a entrar un tropel de gente que se agolpaba delante de esta o aquélla figura tomando nota apresurada en un papel y que, casi de la misma manera que había entrado salía, no sin antes depositar el papel en una urna transparente.
Una preciosa rubia de ojos negros y rojos labios se le quedó mirando fijamente. Si hubiera sido posible, el corazón le habría dado un vuelco. ¡ era ella ! . Pero no... La vio alejarse y salir de la estancia en la que, finalmente, un grupo de personas abría la urna y sacaba los papeles colocándolos por números en diferentes montones , uno de los cuales , el del trece , era más voluminoso que el resto . Después de lo que parecía una deliberación, el mismo grupo de personas fue recorriendo la sala. De vez en cuando se oía decir un número. Cuando una voz pronunció : ¡ El trece !, todos quedaron frente al arlequín mirándolo , efectuando comentarios unos, mientras otros se encogían de hombros hasta que, por último, parecieron ponerse de acuerdo y se alejaron.
A la mañana siguiente, una barahúnda de gente invadió la sala y se fue llevando los muñecos; el arlequín quedó solo, pero no por mucho tiempo. Un hombre fornido, en camiseta, que sostenía un apagado puro entre los dientes, lo trasladó a una sala en la que otras figuras, algunas con una capa de polvo encima, parecían observarlo con curiosidad.
Cerca de la entrada había un hueco y allí lo dejaron, junto a un mostrador en el que un señor con uniforme y gorra de plato, sentado frente a un televisor, contemplaba un reportaje en el que la cámara enfocaba grupos de gente vestidos de forma extraña, que llevaban en andas muñecos ,parecidos a sus compañeros de sala.
Una de las veces, entre el tumulto, creyó reconocer a la banda de música que tocó el vals cuando tenía entre sus brazos a la bailarina. “Tal vez estaría ella por allí”, pensó esperanzado. No pudo ver nada más; con un bostezo, el hombre de la gorra apagó el televisor y salió de la estancia, cerrando tras él.
En el exterior, era contínuo el ruido de cohetes y tracas; las bandas de música parecía que habían tomado la calle y el fragor ,como de batalla, le hizo temer que el techo de la sala fuera a desplomarse de un momento a otro.
Pasaron varias horas ; el hombre de la gorra entró de nuevo, cerró la puerta y conectó el televisor.
El arlequín vio un incesante movimiento de personas que, casi a empujones, se dirigían hacia todas partes. Le llamó la atención ver a grupos de jóvenes a medio vestir, que parecían ir empapados; mas allá otra cámara enfocaba una fuente, en la que varios muchachos se entretenían tirándose agua con energía.
Unas luces destellantes y la sirena, precedieron la llegada de un camión de bomberos de un color rojo intenso.
La cámara enfocó el monumento de cartón piedra que había en la plaza, deteniéndose en sus detalles. Los muñecos aparecían rodeados de extraños collares entrelazados, que iban a aparar a unos metros de distancia, donde un hombre vestido de negro mantenía en su mano, nerviosamente, una mecha encendida. Un dardo de hielo pareció clavársele al arlequín , en el corazón, cuando vio que una de la figuras era su bailarina; parecía que estaba llorando pues la pintura de sus pestañas resbalaba por sus mejillas.
La banda de música que, hasta el momento, no había dejado de dar pasacalles, quedó bruscamente en silencio. El hombre de negro acercó la mecha al extremo del extraño collar, del que empezaron a brotar, con gran furia, bengalas y cohetes que explotaron con fuerza e hicieron surgir llamas que, de inmediato, prendieron fuego en el material del monumento.
Los bomberos, como siguiendo algún extraño rito, conectaron las mangueras y empezaron a mojar a la gente, que profería extraños gritos, mientras el fulgor de las llamas se adueñaba de la plaza.
Tuvo que soportar el terrible espectáculo de ver a su bailarina acariciada por aquellas siniestras llamas que , poco a poco, fueron creciendo de tamaño hasta que, finalmente, con una pequeña explosión, la rodearon por completo. Únicamente quedó visible su mano derecha que, por un momento, le pareció que se agitaba, como diciendo adiós.
El guardián de la sala de exposiciones dio un respingo al oir un violento golpe a sus espaldas; cuando se volvió el arlequín estaba en el suelo. Su pecho , destrozado, parecía haber estallado y su rostro ,deformado, presentaba una mueca de dolor.
Mas tarde, en la plaza, cuando ya amanecía, los operarios de limpieza recogían los restos calcinados del monumento, entre los que apareció una mano chamuscada asida a un trozo de plástico con forma de corazón .Todo fue a parar al camión.
En aquel momento, de uno de los puestos ambulantes de baratijas que quedaban en la plaza, dos globos en forma de corazón se soltaron elevándose juntos hacia el cielo, donde el astro rey parecía presidir una ciudad abandonada en la que apenas se advertía otro movimiento que el de algún trasnochador rezagado, intentando pasar entre los coches que se habían adueñado de la acera.