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Es un día cualquiera, en
una hora cualquiera del día, en esta Navidad. En la puerta de la iglesia hay
varias personas (no pobres, simplemente personas) que solicitan una ayuda, Los
hay con aspecto famélico, otros no pueden ocultar el olor del vino que, en envase
de cartón, medio ocultan entre los andrajos de su ropa. Alguna de estas
personas sostiene en brazos a un niño que tiene, apenas, unos pocos días más
que ese Jesús que vamos a adorar en el fantástico Belén que manos cuidadosas y
artesanas han colocado, como cada año, en las proximidades.
La gente acude y se
acerca. ¡Es tan bonito el Belén!
Nadie hace comparaciones.
A nadie se le ocurre pensar en qué sitio pasarán la noche, no solo ésta, los
llamados “pobres” o “indigentes”. Tampoco se acercan, nos acercamos, muchos
viandantes a ellos. Porque piden, porque su aspecto nos desagrada, porque no
huelen bien, porque si nos acercamos mucho, quizá se nos revuelvan las tripas
y, cuando vayamos a cenar esa ingente cantidad de alimentos que hemos
preparado, que se desborda de la mesa, nuestro apetito se niegue a colaborar y
tengamos que devolverlos a la nevera. Algunos, incluso, puede que vayan a parar
a la basura.
En estos días, a
cualquier hora del día, habrá en cualquier parte de la ciudad, sentado en un
bordillo, a la puerta, quizá, del banco que le desahució y cambió su cálido
hogar por la fría calle, habrá, digo, otros como los anteriores. No tienen
nombre. Ni siquiera número, No cuentan para nada, aunque si nos contaran cómo
han llegado a la situación actual, un escalofrío nos recorrería el espinazo, al
ver que sus historias no difieren, en algunos aspectos, de las nuestras. Sólo
que nosotros tuvimos la suerte de tener un amigo, de encontrar un trabajo, de
sentirnos apoyados…
Veremos las colas que se
forman a las puertas de cualquier delegación de Cáritas u otra ONG que ofrezca
ayuda. Nos molestará que ocupen la acera, que hablen o que fumen o beban. Están
allí no por gusto, aunque será inevitable que entre ellos se introduzca alguien
que quiere aprovecharse de nuestra “generosidad”. ¡Qué generosidad…si solo
damos lo que nos sobra!
Nuestros políticos.
Nuestros, porque somos los culpables de que estén donde están y de que actúen
como lo hacen, seguirán atentos a cumplir su “programa” en el que, sin duda,
tendrán cosas más importantes que hacer que ocuparse de … ¿de quién, si son invisibles?
Nada importa que haya
viviendas vacías, robadas a quienes la desgracia impidió seguir pagando. O haya
locales municipales a los que no se les da uso, mientras se pagan alquileres de
oro por otros, quizá favoreciendo a algún “amiguete”. En tanto, habrá eso que
eufemísticamente se llama “regalos institucionales” pagados, eso sí, con el
dinero de los contribuyentes, mientras no encuentran el modo de utilizarlo para
paliar el hambre de los otros. Hambre, quizá, no solo de pan y de carne. Hambre
de esa Justicia injusta, pero legal, que ataca duramente al que apenas tiene,
mientras excusa a las grandes fortunas, a los deportistas de élite, a los
políticos que roban…
Y, mientras tanto, no
paramos de escuchar o repetir “Feliz Navidad”, cuando “esos” solo tendrán un
frio que les cale hasta los huesos y, con suerte, una bolsa de alimentos de
nuestro generoso donativo o, tal vez, tan solo los alimentos caducados que han
encontrado en un contenedor próximo y que desechamos , simplemente, porque no nos apetecían.