PLAZA GABRIEL MIRÓ
Muchos días, cuando el afán de caminar no me lleva a
recorrer agrestes senderos, son las calles de la ciudad las que me hacen ese
servicio y, aunque no hay silencio en el que recoger los propios
pensamientos y el humo del tráfico
contamina el aire de una manera que dista mucho de proporcionar reposo a los ,
ya , cansados pulmones, siempre es
posible distraer la mirada en algún rincón en el que parece que la ciudad no
existe, en que estamos solos el observador y el objeto de nuestra atención.
Que la ciudad haya sido masacrada en
aras de esa revolución del ladrillo que ha sido capaz de llevar al vertedero
cientos y cientos de creaciones irrepetibles, no ha impedido que todavía haya
lugares donde la belleza llena el aire de poesía y el alma puede sentirse
transportada, bajo el influjo de la luz y el rumor del fluir del agua, a un
remanso de paz en el que reposar del ajetreo circundante.
Si tuviera que elegir ese rincón
especial, sin duda me inclinaría por la Plaza de Gabriel Miró, rebautizada
desde hace muchos años como Plaza de Correos por albergar en uno de sus lados
uno de los escasos edificios que, también, ha conseguido librarse de la piqueta
y la especulación, aunque hubo un tiempo en que no estaba claro que fuera a
ocurrir así y cuyo uso es, precisamente, como Oficina de Correos.
Mientras la moza que preside la
fuente central de la plaza deja caer el chorro de agua de su cántaro, el sol se
refleja en todas y cada una de las gotas que, en finas partículas han generado
los potentes caños del vaso inferior y así, como por arte de magia, un tenue
velo hace difusa la escena, dejando en manos del observador la oportunidad de
deleitarse con su contemplación.