A
veces, en la madrugada, el sueño se despide de mí ; me descubro con los ojos
abiertos, intentando penetrar con la mirada la insondable oscuridad que me
rodea hasta que, poco a poco, el amanecer me presta su auxilio y hace huir a las
sombras, incapaces de soportar la luminosidad de su compañía.
Es
una buena ocasión para pensar, para ordenar en la mente las tareas, las ideas
que, tal vez a lo largo del día, se irán transformando en realidades más o
menos interesantes. Luego, claro está, se hace cierto eso de “el hombre
propone….” y no hay manera de ensamblar los propósitos con las circunstancias
que, a veces, parecen un tornado sin rumbo y, como tal, arrastran todo cuanto
encuentran a su paso no dejando tras de sí otra cosa que el caos. Para mí es un
auténtico problema. Me gusta planificarlo todo, seguir cada paso
tranquilamente, sin derivaciones ni encrucijadas, porque lo contrario me crea
sensación de ansiedad. Sé que actuando así puedo perder ocasiones de aventura,
pero ¿Quién me garantiza que todas las aventuras finalizan bien?. Así, me quedo
dentro de mi burbuja particular, al amparo de azares y sinsabores que, por otra
parte, no es necesario buscarlos, ya vienen ellos solos y, a buen seguro que no
me faltaran de aquí a que emprenda el último viaje.
Inmerso
en la calma y tranquilidad del desvelo rememoro, quizá, el argumento de una
película reciente en la que, lejos de toda violencia, se relata la apacible
vida de quien, no teniendo de nada, se siente capaz de prescindir de todo
porque, lo poco que posee, eso y sólo eso es lo que necesita para vivir. Pienso
que, en general, nosotros, yo, hacemos acopio de enseres, objetos, provisiones
“por si algún día me hacen falta…” y, cuando la obsolescencia natural o
programada los hace inútiles o cuando nos viene a la mente en qué rincón los
tenemos guardados y advertimos, con desolación, que el manual de instrucciones
ha sido devorado por la polilla , entonces caemos en la cuenta de que no es tan
difícil vivir sin su ayuda.
Se
vive, vivimos, sujetos a la esclavitud del comercio. No por el afán de trueque
o de obtener un beneficio, sino para disfrutar simple y llanamente del placer
de la posesión. Al igual que el usurero del relato abre su arcón cada noche a
la luz de una minúscula vela para contar sus monedas, compramos esto o aquello,
por simple capricho o, tal vez, para “marcar la diferencia”. Lo único en lo
que diferimos de los faraones es en el
convencimiento que ellos tenían de la necesidad de acumular riquezas para que
les sirvieran en el tránsito al otro mundo. Nosotros, ni eso. Acumulamos aún
sabiendo que todo quedará atrás.
Será
por eso, digo yo, que el hombre es “animal racional”
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