martes, 21 de febrero de 2012

EL NIÑO Y EL MAR


Las olas se mecían suavemente sobre la orilla, lamiendo la fina arena con una leve caricia y, en su ascenso, arrastraban pequeños trozos de algas y otros objetos que el fuerte temporal de Levante había atraído hacia aquél lugar.   La propia arena de la orilla aparecía como escalonada de materiales que se habían ido depositando formando una ordenada distribución; piedrecillas, conchas, restos de plástico, maderas, trozos de red... Un  sinfín  de  objetos  diferentes. Los  unos  - quizá -mudos testigos de algún trágico suceso en el mar; los otros, muestras de la desidia y abandono del hombre.

         Las gaviotas no cejaban en su ir y venir del cielo a las aguas que, aun turbulentas en algunas zonas, estaban pobladas de pececillos que, una y otra vez, eran capturados con agilidad en eficaz vuelo rasante.

         El cielo, después de la tormenta, estaba limpio y el aire se respiraba con fruición. Sólo el rumor suave y acariciante de las olas y el graznido bullicioso de las gaviotas rompían el silencio de la tarde.

         Había un niño en la playa. Tendría unos seis años e iba descalzo. Su camisa ondeaba en faldones, a trozos fuera del pantalón, sujeto por un sólo tirante que cruzaba, a modo de bandolera, de un lado de la cintura al hombro del lado contrario; en su mano un trozo de botella de plástico, que utilizaba a modo de  cubo.      Daba un paso y se detenía, agachándose y profiriendo de cuando en cuando exclamaciones de sorpresa. Ora una concha, ora un brillante trozo de cristal, quizá un pequeño cangrejo... iban siendo recogidos como tesoros en aquél improvisado cofre.

         Nada parecía importarle. Como si en el mundo no hubiera hambre, ni guerras, ni paro...         Como si no se hubieran inventado las consolas ni las máquinas tragaperras, aquél niño se entretenía como los de épocas pasadas. Cualquier cosa era bienvenida como juguete y se prestaba a ser admirada. La ligera brisa ondeaba su pelo, rubio y brillante, enmarcando un rostro apacible y sereno cuya monotonía era rota por una tremenda cicatriz que había hecho desaparecer parte de una ceja y de la nariz. La risa del niño hubiera sido una horrible mueca, de no sonar tan alegre, tan espontánea...

         Al pasar a mi lado, le miré y no pude reprimir un involuntario gesto, mitad de sorpresa mitad de lástima, que el advirtió con dolor al tiempo que unas lágrimas fugaces apuntaron , apenas,  enturbiando la limpia mirada  de sus ojos mientras, a traspiés, se alejaba de mí.

         Tan sólo unos pasos más adelante, el nuevo hallazgo de no sé qué pretendido tesoro le hizo proferir una sonora exclamación y, cogiendo algo, se me acercó riendo, depositando en mi mano abierta algo brillante. Era una medalla que refulgía como el sol del atardecer. En ella había una imagen del rostro de Cristo en el que una tremenda herida había hecho desaparecer parte de una ceja y de la nariz.

         Cuando levanté la mirada, perplejo, me encontré sólo en aquélla playa. Las olas lamían suavemente la fina arena en una leve caricia...   

1 comentario:

  1. Creo que leí u oí (o tal vez sólo lo pensé) que hay prosas que son como poemas: este es el caso.
    Para que no parezca que la amistad y el aprecio me impiden la crítica, voy a hacer una, aunque más bien creo que no es al autor, sino a nuestra Sociedad: hoy en día las gaviotas sobrevuelan más nuestras ciudades que el mar, ya que a este último le hemos ido arrebatando, o simplemente hecho desaparecer por la contamientación, los peces, mientras que, por contra, hemos ido "engordando" los vertederos, en los que ahora las gaviotas encuentran su ¿alimento?

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