Estoy en la parte vieja de la ciudad. Calles de empinadas cuestas,
placetas y rincones; lugares en los que pasear la mirada lejos de la
multitud; tan solo acompañado por otros tan soñadores, quizá, como uno
mismo. Aquí, una fuentecilla, vestigio de un pasado más o menos glorioso
antes que artilugio proveedor de agua, ahora que la venden embotellada y
el abandono y la obsolescencia han relegado su utilidad al olvido.
Allá, una callejuela, toda ella escalera de piedra, donde la Semana
Santa brinda ocasión al observador de admirar hasta donde puede llevar
su fe a muchos hombres, sube hasta la cima del monte. En ella,
orgullosa, inmune al paso de los siglos, la pétrea faz del Rey Moro
contempla la ciudad, como si fuera suya. Estrechos pasillos, recodos,
callejas ciegas cuyo único propósito es servir a los que allí moran,
negando el paso más allá, a cualquier otra parte. En las paredes blancas
y en sus esquinas y junto a los portales de las apiñadas casas,
macetas, tiestos con rojos claveles, margaritas de diversos colores,
buganvillas … que, al distraer la mirada inducen a la exaltación de la
belleza sin artificio, don privilegiado que la madre naturaleza confiere
a las flores. Y uno, mientras pasea, respira profundamente. Y , a
ratos, descansa, apoyándose en alguna pared o sobre cualquiera de los
recios y fríos escalones de piedra. Apenas hay otro ruido en el aire que
el de algún ocasional aparato de radio emitiendo música o, quizá, el
que proviene del Bar de Antonio, donde las amarillentas fichas del
dominó en su trasiego sobre la mesa de mármol, nos recuerdan que cuatro
amigos están “echando la partida” mientras saborean unas olivas
partidas y, a pequeños sorbos, el tinto de la tierra. Me gusta ir allí
con la pequeña cámara fotográfica en el bolsillo. Siempre hay algo
interesante, algún detalle que me gusta preservar. En el mes de Mayo ,
la Fiesta de las Cruces de Mayo, con sus floridos adornos llena más, si
cabe, de colorido sus rincones. Algunos extranjeros, con ropa de verano
en cualquier época, miran curiosos aquí y allá, enfocando, también, con
su cámara una puerta, un letrero, aquélla cruz o la diminuta hornacina
con una imagen… Asoman en alguno de sus bolsillos un plano, al que, a
menudo, recurren como si fuera posible extraviarse en aquélla intimidad,
como si las calles en su bajar, subir y cruzarse pudieran hacer otra
cosa que conducir al corazón de la ciudad y al mar que la ciñe desde ése
puerto en el que cientos de naves recalan a su abrigo, mientras grupos
de desganadas gaviotas sacuden, de cuando en cuando, sus alas y dan un
pequeño vuelo hasta unos metros más allá, como si quisieran demostrar de
lo que son capaces. Orillando el puerto, las palmeras, a impulsos de la
brisa mueven sus hojas y en ellas reflejan el brillo de los rayos del
ya cálido sol de primavera. Mientras, en alguno de los bancos y con el
mar como testigo, esta o aquélla pareja inician su escarceo amoroso,
intercambiando caricias y besos, ajenos a cuanto les rodea. Seguramente
amaría esta ciudad, aunque no fuera la mía, hasta sentirla como tal.
Todavía conserva el ambiente tranquilo que propicia el paseo reposado y
tranquilo y, si uno está atento a lo que susurran las olas , a buen
seguro que sabrá interpretar que le están diciendo:”no te vayas, no te
vayas”
¡¡Qué sensación de paz me ha dejado el leer este texto!!
ResponderEliminarMe ha traído a la memoria el viejo Alicante que viví cuando niño.