Soy
como cualquier otro hombre, ni más ni menos, ni mejor ni peor que otros tantos
y con defectos y virtudes similares. Durante mucho tiempo he actuado igual que
tantos otros, es decir, mi trabajo, alguna pequeña distracción y luego a casa, donde
tenía la seguridad de que la comida estaba caliente, la ropa limpia y había
alguien esperándome.
Y
es que, seguramente lo peor que puede haber es una situación es seguridad,
porque eso nos hace distraernos, la vida se convierte en una sucesión interminable
de hábitos y, al final, se entra en la espiral del aburrimiento ignorando que,
alrededor, hay otras personas que tienen sus sentimientos, sus necesidades, sus
frustraciones y que necesitan perentoriamente, tanto como uno mismo, encontrar
alguien que sea capaz de prestarle el hombro, decirle unas palabras cariñosas o
darle un pañuelo en que enjugar sus lágrimas.
Sin
embargo, si nos dan a elegir, seleccionamos la seguridad. Ahí no hay riesgo,
todo está controlado, aunque no caemos en la cuenta de que, en realidad, no
somos nosotros quienes ejercemos el control, sino que estamos inmersos en una
especie de nebulosa que reúne el camino conocido, el salario predeterminado, la
protección contra la intemperie y alguna otra cosa que no nos parece importante.
Quizá, en un asalto de ambición decidimos afrontar algún riesgo pero, eso sí,
bien medido. Dejando la ropa a bien recaudo mientras chapoteamos en un vado del
río cuya corriente no supera los tobillos, no sea que nos arrastre con su
ímpetu.
Pero
todo lo hacemos desde nuestro “yo”. Como si fuéramos lo único importante y todo
el mundo tuviera la obligación de orbitar a nuestro alrededor. Así,
establecemos un universo propio de derechos en el que aspiramos a todo,
olvidando que no existe derecho que no tenga como contrapartida su obligación.
No
se reconoce mi valía en el trabajo y, como consecuencia, me limito a cumplir (
o no ) estrictamente con los términos de mi contrato y fijando bien la mirada
en el reloj para no conceder un minuto de más. Las posibilidades de hacer del
trabajo una tarea de aprendizaje y crecimiento quedan aplastadas por la apatía
y nos envuelve una espiral, cada vez más apretada, de hastío, incomodidad,
resentimiento contra todo y contra todos. Y, tal vez, si miramos honestamente en
nuestro interior no existe un motivo real para adoptar esta postura.
¿Es
problema de los demás o somos nosotros mismos, “yo” la causa de todo?. Desaprovechamos
los talentos que se nos han otorgado y preferimos dejarlos enterrados sin caer
en la cuenta de que estamos inmersos, porque así lo hemos querido, en una
sociedad que, además, necesita perentoriamente las capacidades de todos y cada
uno para no hundirse. Pero es más fácil y cómodo que los demás sean los
responsables de todo. Nos importa un rábano el reciclaje de residuos, pero nos
molesta que, al bañarnos, un trozo de plástico, abandonado por alguien en el
mar, se nos pegue al cuerpo. Clamamos
contra los gobernantes y nos preocupa poco, aunque sea cosa pequeña, que la
farola de la calle esté encendida veinticuatro horas. ¿Hay basura en la calle?
si tiro la mía no se va a notar, total, es un poco más. Y así vamos.
Podemos
hacer algo, pero ha de ser partiendo del convencimiento personal de que debo
ser “yo” quien dé el primer paso. Quizá así, al igual que se difunde en el agua
la onda producida por la piedra que he arrojado, haya más “yo” que se sientan
inclinados a sumarse al mío para formar un “nosotros” que sí tenga capacidad
para llevar a cabo la revolución necesaria.
Puede
que, así, cuando en el telediario veamos los famélicos esqueletos de los niños
de Somalia o cuando conozcamos que ha habido otra víctima de la violencia
doméstica, o cuando sepamos por enésima vez de esos miserables que obligan a
las mujeres a prostituirse porque saben que hay hombres que están dispuestos a
pagar por sus servicios sexuales, puede que, entonces, si hemos hecho algo para
evitarlo, por simple que parezca, hasta durmamos tranquilos. Porque no hacer
nada es el primer paso para la destrucción.
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