La
estación de ferrocarril que llamamos, coloquialmente, “Estación de Madrid”
merece, sin ninguna duda por mi parte el calificativo de “espacio hostil”.
Quienes
acceden a este espacio se ven obligados a permanecer en una sala de espera
barrida por todos los vientos que hace a uno inseparable, en invierno, de una
prenda de abrigo que, seguramente, sería suficiente para abrigarlo en
Finlandia. Pero si uno cree que eso es lo peor sólo tiene que esperar a que le
llegue su turno al scanner de equipaje. Allí será obligado a despojarse de su
cálido abrigo, que deberá acompañar a las maletas en su tránsito por el túnel
que intenta descubrir si en éstas, además del bocata de chorizo, ocultamos un
peligroso arsenal.
Uno
se siente obligado a protestar ante un empleado que, con cara de resignación, pero
bien abrigado, nos dice que comprende las quejas, pero “órdenes son órdenes y
que le haríamos un gran favor al quejarnos de forma oficial, es decir, con
papeles, porque él también pasa frio”.
El
ciudadano, que es paciente y considera importante que se establezcan medidas de
seguridad, acepta la extraña situación, pero se siente frustrado cuando es
testigo de que ante la avalancha de pasajeros y la falta de tiempo para que
accedan al tren, se obvia el paso por el scanner de sus equipajes y se les da
vía libre. Sin duda hay que entender que un terrorista no
esperará al último minuto para subir al tren, que una cosa es inmolarse para ir
al paraíso y otra bien distinta hacerlo con prisas y sin comodidad.
Además
de estas situaciones, que tienen algo de “kafkianas” la estación dispone de un
aparcamiento para vehículos privados cuyos propietarios estén dispuestos a
invertir más tiempo en salir de aquél que el empleado en su viaje por
ferrocarril.
Si,
por el contrario, uno decide utilizar un taxi, se encontrará en una zona a
cielo abierto en la que, haga el tiempo que haga, tendrá que emprender un
peligroso zigzagueo entre los vehículos, situados en varias filas paralelas
,mientras intenta por los gestos de sus conductores, averiguar cuál es el que
le corresponde abordar.
Seguimos,
sin duda, siendo “diferentes” gracias a esa cualidad de nuestros dirigentes
políticos y jefes de organismos públicos que, ansiosos de demostrarnos su poder
se convierten en regidores de incompetencias difícilmente superables.
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