Las cartas escritas a mano con la pluma de tinta
tenían el encanto de las tachaduras que, imborrables, denotaban el esfuerzo de
quien intentaba escribir sin haber preparado un guión y pretendía utilizar las
mejores palabras para decir lo que quería expresar, con argumentos que, tal
vez, no eran recursos habituales en su vocabulario.
La tachadura no es demostración de fracaso sino anuncio
de una nueva oportunidad, porque algo se ha aprendido. Ocasión de que la
palabra cumpla su función de transmitir deseos, emociones, intenciones…
Hoy, cuando se escribe mal porque conscientemente se
ha querido evitar el arduo esfuerzo de aprender el lenguaje, parece más necesario
que nunca amar las palabras y dedicarles el tiempo que merecen, que nunca es
suficiente.
Y amando las palabras se aprende a entender un texto.
Se aprende a escribir lo que se pretende expresar y que, quizá, es difícil de
hacer personalmente.
Las palabras son tan necesarias e importantes que
incluso hemos aprendido a conservarlas y así las “enlibramos”, para que, cuando
tengamos perentoriedad de utilizarlas, siempre haya un libro en la alacena, listo
para alimentarnos con ellas y de ellas.
A veces, las palabras tienen música y son capaces de
acomodarse a los sentimientos. Otras, no tanto. Nada más frustrante para quien ama las
palabras, el idioma, que darse de bruces con expresiones que denotan el largo
camino cultural que queda por recorrer. Porque el uso correcto de las palabras
es imprescindible para el acceso a la cultura.
Pero, ¿quién tiene interés en las palabras, cuando
estas pueden ser mutiladas o sustituidas por “emoticonos” para crear un sub-lenguaje
que, finalmente ,solo será inteligible para quienes utilicen métodos virtuales
de comunicación?
Paco, has tocado para mí un tema esencial. He leido poco a Roberto Obregón, pero le he dicho a mi amigo (Catedratico jubilado de la Universidad, que comparto con el absolutamente la frase aparecida en el diario "El Mundo":
ResponderEliminarLA PALABRA NOS REVELA LA CONSISTENCIA DEL ESPÍRITU.
Un saludo.