Continuamente,
bien en actos retransmitidos por televisión, bien en mítines o conferencias a
las que he asistido, es común que la simple aparición del orador provoque una
oleada de aplausos. Visto desde la perspectiva de una cortés acogida no me
parece mal, puesto que así el recién llegado advierte que no hay un clima
hostil hacia su presencia. Yo mismo actúo de esta manera, porque me parece
educado y, sobre todo, porque mi asistencia ha sido voluntaria y sin
condiciones.
Sin embargo, advierto por parte de los espectadores que
esta misma conducta se repite en cuanto cesan las presentaciones y el orador
todavía no ha dicho una sola frase inteligible o que, al menos, pueda aportar
información suficiente como para ser premiada con el aplauso enfervorizado.
Así las cosas, y en este clima de “borreguil”
asentimiento, entiendo que la situación de nuestra España sea tan caótica,
aunque algunos la quieran presentar como en evolución imparable hacia un
paraíso exento de crisis, por gracia de sus medidas (me atrevería a decir
profilácticas) que, obviamente y como siempre, tienen la virtud de
arrastrar hacia el abismo de la pobreza
a muchas más familias.
Hay, en la clase dirigente, un convencimiento de su
personal capacidad y actuación como salvadores que resulta preocupante. O es
una ceguera hacia lo que no quieren ver (reducción drástica de ingresos,
recortes en sanidad y educación, desahucios, copago, etc.). lo cual sería ya de
por sí, grave, o bien es un sometimiento tal a las poderosas estructuras
financieras que les deja maniatados para intentar, al menos, llevar a cabo
medidas que, aun siendo duras, como corresponde a la situación, podrían ser
bien entendidas si existiera una aplicación racional y racionada a todos los
niveles de la sociedad.
Esta situación no tiene otra consecuencia que el
incremento de la economía sumergida y el, cada vez mayor, abuso de los individuos sin escrúpulos que, desde su
posición como empresarios pretenden incrementar sus beneficios no por ofrecer
productos de mayor calidad, sino a costa de reducir los salarios de sus
trabajadores, o bien desde la perspectiva de quienes son capaces de arrastrar a
posiciones mayores de indigencia a personas de su propio nivel social, sin
ningún tipo de solidaridad o empatía y como si ellos nunca hubieran sufrido las
consecuencias de actuaciones similares.
Hay una especie de “adormecimiento” social que mantiene a
la mayoría de los ciudadanos en un estado de inconsciencia extrañamente contradictorio con esas otras
posiciones que se revelan ante determinadas situaciones catastróficas o de necesidades familiares puestas de manifiesto
por los programas televisivos que apelan a la solidaridad personal, para
resolver problemas de los que debería hacerse cargo el Estado, a través de
cualquiera de sus organismos. En estos programas se descubre, como si de
aparición milagrosa se tratara, ese noble fondo solidario, que permanece
escondido en espera de que alguien lo despierte.
Por qué, me pregunto, no existe esa capacidad de
aglutinar a los ciudadanos en torno a una idea común y, desde la fuerza del
grupo, exigir el cambio que necesita la sociedad para ser más humana. Se alzan
muchas voces reclamando el cambio, pero nadie quiere ceder a otros el mando de
la iniciativa y se incide o se buscan resquicios de divergencia en lugar de
intentar aglutinarse en torno a los puntos de coincidencia. Por ello se
dificulta cada vez más el cambio.
Todos somos culpables de la situación. Los jóvenes porque
no se acaban de convencer de que para ellos no hay nada imposible y que lo
menos que pueden hacer es intentar el cambio. Los ya mayores, que nada tenemos
que perder, nos hemos acomodado en esa rutina diaria de ver pasar los
acontecimientos, limitándonos a decir : “no hay nada que hacer, siempre ha sido
así”
Y las cosas no cambian. Pero sucede así, simple y
llanamente porque tú y yo, y el otro ni siquiera alzamos la voz, no gritando e
insultando, sino para que se oiga alto y claro que no estamos conformes con la
situación, que queremos que sea de otra manera. Y si el sistema lo hemos creado
nosotros y funciona mal, nosotros podemos ( y debemos ) cambiarlo para que
funcione mejor.
Nula tolerancia con la corrupción, nada de exigir derechos
pero eludir responsabilidades, supresión de aforamientos, listas abiertas, que
sea efectivo el que todos los ciudadanos somos iguales, ante la ley, la
sanidad, la educación…
Es una tarea dura y larga, pero se puede empezar por una
educación en valores, aséptica en adoctrinamientos, confiriendo a los
educadores el reconocimiento que exige su profesión, pero exigiéndoles la
excelencia, puesto que en sus manos está el futuro.
Puede que no veamos el resultado, pero al menor dejaremos
este mundo con la tranquilidad de que hemos hecho un esfuerzo por mejorarlo.
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