lunes, 10 de febrero de 2014

LA SOCIEDAD Y YO



                Continuamente, bien en actos retransmitidos por televisión, bien en mítines o conferencias a las que he asistido, es común que la simple aparición del orador provoque una oleada de aplausos. Visto desde la perspectiva de una cortés acogida no me parece mal, puesto que así el recién llegado advierte que no hay un clima hostil hacia su presencia. Yo mismo actúo de esta manera, porque me parece educado y, sobre todo, porque mi asistencia ha sido voluntaria y sin condiciones.
            Sin embargo, advierto por parte de los espectadores que esta misma conducta se repite en cuanto cesan las presentaciones y el orador todavía no ha dicho una sola frase inteligible o que, al menos, pueda aportar información suficiente como para ser premiada con el aplauso enfervorizado.
            Así las cosas, y en este clima de “borreguil” asentimiento, entiendo que la situación de nuestra España sea tan caótica, aunque algunos la quieran presentar como en evolución imparable hacia un paraíso exento de crisis, por gracia de sus medidas (me atrevería a decir profilácticas) que, obviamente y como siempre, tienen la virtud de arrastrar  hacia el abismo de la pobreza a muchas más familias.
            Hay, en la clase dirigente, un convencimiento de su personal capacidad y actuación como salvadores que resulta preocupante. O es una ceguera hacia lo que no quieren ver (reducción drástica de ingresos, recortes en sanidad y educación, desahucios, copago, etc.). lo cual sería ya de por sí, grave, o bien es un sometimiento tal a las poderosas estructuras financieras que les deja maniatados para intentar, al menos, llevar a cabo medidas que, aun siendo duras, como corresponde a la situación, podrían ser bien entendidas si existiera una aplicación racional y racionada a todos los niveles de la sociedad.
            Esta situación no tiene otra consecuencia que el incremento de la economía sumergida y el, cada vez mayor, abuso de  los individuos sin escrúpulos que, desde su posición como empresarios pretenden incrementar sus beneficios no por ofrecer productos de mayor calidad, sino a costa de reducir los salarios de sus trabajadores, o bien desde la perspectiva de quienes son capaces de arrastrar a posiciones mayores de indigencia a personas de su propio nivel social, sin ningún tipo de solidaridad o empatía y como si ellos nunca hubieran sufrido las consecuencias de actuaciones similares.
            Hay una especie de “adormecimiento” social que mantiene a la mayoría de los ciudadanos en un estado de inconsciencia  extrañamente contradictorio con esas otras posiciones que se revelan ante determinadas situaciones catastróficas o de  necesidades familiares puestas de manifiesto por los programas televisivos que apelan a la solidaridad personal, para resolver problemas de los que debería hacerse cargo el Estado, a través de cualquiera de sus organismos. En estos programas se descubre, como si de aparición milagrosa se tratara, ese noble fondo solidario, que permanece escondido en espera de que alguien lo despierte.
            Por qué, me pregunto, no existe esa capacidad de aglutinar a los ciudadanos en torno a una idea común y, desde la fuerza del grupo, exigir el cambio que necesita la sociedad para ser más humana. Se alzan muchas voces reclamando el cambio, pero nadie quiere ceder a otros el mando de la iniciativa y se incide o se buscan resquicios de divergencia en lugar de intentar aglutinarse en torno a los puntos de coincidencia. Por ello se dificulta cada vez más el cambio.
            Todos somos culpables de la situación. Los jóvenes porque no se acaban de convencer de que para ellos no hay nada imposible y que lo menos que pueden hacer es intentar el cambio. Los ya mayores, que nada tenemos que perder, nos hemos acomodado en esa rutina diaria de ver pasar los acontecimientos, limitándonos a decir : “no hay nada que hacer, siempre ha sido así”
            Y las cosas no cambian. Pero sucede así, simple y llanamente porque tú y yo, y el otro ni siquiera alzamos la voz, no gritando e insultando, sino para que se oiga alto y claro que no estamos conformes con la situación, que queremos que sea de otra manera. Y si el sistema lo hemos creado nosotros y funciona mal, nosotros podemos ( y debemos ) cambiarlo para que funcione mejor.
            Nula tolerancia con la corrupción, nada de exigir derechos pero eludir responsabilidades, supresión de aforamientos, listas abiertas, que sea efectivo el que todos los ciudadanos somos iguales, ante la ley, la sanidad, la educación…
            Es una tarea dura y larga, pero se puede empezar por una educación en valores, aséptica en adoctrinamientos, confiriendo a los educadores el reconocimiento que exige su profesión, pero exigiéndoles la excelencia, puesto que en sus manos está el futuro.
            Puede que no veamos el resultado, pero al menor dejaremos este mundo con la tranquilidad de que hemos hecho un esfuerzo por mejorarlo.
           

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