Nosotros, los seres humanos, nos distinguimos por el afán
de gobernarlo todo, de dirigir las acciones de cualquier otro ser o ente.
¿Podíamos haber dejado a un lado la Naturaleza?. Seguramente, pero entonces no
nos sentiríamos tan poderosos.
Olvidamos, sin embargo, que la Naturaleza es discreta. La
mayor parte de las veces actúa silenciosamente, callada, sin estertores ni
griterío hasta que, un día, harta del ser humano, irrumpe y arrasa con todo.
Perdona la vida a algunos para que estos sean testigos de su poder y, no
contenta con ello, sigue proporcionando los medios para que los seres humanos,
de forma razonable y equilibrada, podamos continuar nuestras vidas, sobrevivir
y gozar de las maravillas que pone a nuestro alcance.
No obstante, nos empeñamos en encorsetarla, en ponerle
límites, cuando realmente lo único limitado que hay sobre la faz de la Tierra
somos nosotros, los humanos. Que, además, ponemos un empeño digno de mejor
causa en matarnos unos a otros, bien sea por la vía de las armas, bien no
permitiendo el acceso a la comida o al agua, que tan alegremente derrochamos y
disfrutamos, aunque estemos viendo un programa de televisión en el que
famélicos niños están medio sepultados por las moscas que sus padres intentan,
sin éxito, apartar de los exhaustos cuerpecillos.
Talamos bosques o les prendemos fuego. Unas veces para
fastidiar al dueño, otras por negligencia, otras, pensando en obtener un
beneficio con pelotazo urbanístico incluido. Tratamos a los árboles como
enemigos declarados, cuando todo su empeño se cifra en darnos sombra, leña,
frutos, cobijo…
Intentamos, incluso, encerrar a los árboles en jaulas,
confiando en que languidecerán y, finalmente, morirán. ¡Necios seres humanos!
Bueno, por si hay quien duda de la existencia de cárceles
para árboles…
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