8 de junio 2013
Salgo de casa y
tomo el camino de la playa. Son las 8 de la mañana y un espléndido amanecer me
da la bienvenida. Se nota que es sábado. A los que madrugan a diario les
encanta aprovechar el fin de semana para retozar un poco más entre las sábanas.
Ellos se pierden el cálido sol y sus primeras caricias, el agradable soplo de
la brisa temprana y el escaso ruido de la, todavía más escasa, circulación de
vehículos.
En el paseo de
la playa hay, todavía, algunos operarios de limpieza que intentan reducir los
estragos de ésos incivilizados que arrojan botellas, latas o bolsas de comida
rápida por todas partes, sin importarles lo más mínimo que el paisaje se cubra
por el velo de la suciedad. Siempre cabe la excusa de culpar a la empresa de
limpieza por ser poco efectiva. Como si la verdadera limpieza no comenzara por
el sencillo hecho de no ensuciar, en lugar de dejarlo todo para la escoba. Hay
quien, al menos, pretende ser solidario y manifiesta:”Así creamos puestos de
trabajo”. Yo preferiría crearlos en los hospitales, las escuelas, los jardines..
.En lugares donde se aspire a un futuro mejor, donde la vista se pueda perder
en la lozanía del verde del césped, del amarillo de las margaritas, del rosa de
los hibiscos, del violeta de las jacarandas…
Me pierdo en mis
pensamientos. Pese a ello, la cámara fotográfica aparece en mi mano como por
arte de magia y la dirijo al horizonte, para que el mar, el cielo, la luz,
queden grabados en algo más que mis retinas. El suave rumor de las olas, su
leve espuma blanca bañando la orilla…Me dirijo hacia ella pisando la arena con
cuidado. No quiero que se cuele en mis calcetines. Llego hasta la zona que, una
y otra vez, baña la mar. Dejo mis huellas sobre la arena para descubrir, al
mirar hacia atrás, que nunca he estado allí, porque no queda la menor señal de
mi paso. Me resigno y sigo adelante. Fijo la vista en el Faro del Cabo, blanco,
destacando sobre el monte, como queriendo oponerse al desarrollo incontrolado,
impidiendo que los adosados, las urbanizaciones, lleguen más cerca del mar.
Llego a los pies
del Faro. Un grupo de gente me pregunta cómo llegar hasta él. Es vano el
intento, porque está cerrado a las visitas. Pero les indico la zona por la que
se pueden acercar al acceso principal, me dan las gracias y se alejan.
Aspiro con los
ojos cerrados el olor a algas y mar. Dejo que el sabor salado se imagine en mi
boca. Después, los abro de nuevo e
inicio el camino por las sendas junto a la valla del Faro. A mi izquierda las
abruptas pendientes, llenas de arbustos, pequeñas islas de margaritas y alguna
que otra flor cuyo nombre ignoro. Más abajo las explanadas de roca que se
convierten, por momentos y en virtud de las olas, en pequeñas balsas para, casi
de inmediato, vaciarse y volverse a llenar. Todo ello en un ritmo incesante.
Hay algún que
otro pescador, tentando la suerte. Al menos disfrutan de la brisa hasta que el
calor del sol, reflejado en el agua, sea tan intenso que aconseje abandonar la
aventura.
Suena el
avisador de mi reloj. Ya es la hora de volver. ¿Tomaré mañana este
camino?.Prefiero decidirlo según se presente el amanecer, cuando la tenue luz
del alba se filtre por mi ventana y, rozándome el rostro, me avise de que ya es
la hora de volver a la vida.
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