12 de junio de
2013
Bordeando la
Playa de San Juan, el paseo que discurre hasta El Campello deja a su derecha
una amplia franja de arena y el mar. Saliendo desde la Plaza de la Coruña, si
se madruga lo suficiente, es posible encontrarse de frente con el sol saliendo
por el horizonte, reflejándose en el azul del agua con toda su intensidad. El
único problema para observar esta maravilla es el levantarse a tiempo.
Hoy eran
alrededor de las siete y media de la mañana cuando he emprendido el camino,
recorriendo todo el paseo y dejando atrás los restaurantes de moderno diseño, recién
estrenados y con buena presencia, que sustituyen a la mayor parte de los anteriores
chiringuitos de la playa. De aquéllos, tan solo Domingo y Casa Julio son los
únicos que han quedado en pie, seguramente porque la concesión de uso sería
distinta a la de los otros.
La presencia de
paseantes a ésa hora era casi nula. Ni siquiera el viejecillo que suele
sentarse en el muro mientras sus tres perros, seguramente tan viejos como él,
quedan a sus pies inmóviles como estatuas, sin que la correa con que los sujeta
sea, precisamente, lo que les impide separarse. Quizá les queden tan pocas
fuerzas como al anciano y prefieran reservarlas para el regreso a su hogar.
En una de las
zonas más amplias de terreno destinado a aparcamiento han colocado varias
señales de prohibido estacionar entre los días 13 y 17. Al pasar junto a uno de
los restaurantes, una persona, probablemente el dueño, reniega de ése
ayuntamiento que, precisamente los fines de semana, pone impedimentos a los que
quieren acercarse a la playa, haciéndoles más difícil el dejar su vehículo y,
consiguientemente, poniendo barreras a sus potenciales clientes.
Distraído, miro
hacia la orilla. Las olas, tan leves que casi son ondas, rozan suavemente la
arena una y otra vez. A su rumor se une el de la gravilla, empujada por el agua
y obligada a mantener relaciones íntimas y a pulirse unas piedras con otras.
Aunque en este caso no procede eso de “el roce hace el cariño”. Pero, al menos,
van limando sus aristas.
Al fondo, los
edificios parecen surgir del mar, amparados por una neblina que cubre sus pies con
un velo que se va disipando a medida que
me acerco y el sol calienta.
En el Rincón de
la Zofra, el mar está muy cercano al paseo. Una franja muy amplia de cantos
rodados sustituye a la arena. Las olas, aunque golpeen suavemente, los mueven,
dejando un sonido de fondo, como un rumor que les sirve de estribillo mientras
parece que digan:”vuelve, vuelve”. Los cantos, en algunas zonas están cubiertos
por una capa oscura de algas muertas, cuyo aroma húmedo y salado llega hasta el
paseo. Hoy no hay pescadores. Ni siquiera más adelante, junto a un parque
público en el que los bancos son usados, a menudo, como soporte de la caja de
anzuelos o sitio de descanso mientras se espera que las cañas se doblen bajo el
tirón de ésa presa que nunca se consigue y tanto se desea.
Más adelante,
doblando un pequeño cabo, llegamos al Rio Seco. Hoy no lo es tanto. Observo un
pequeño caudal de agua y una laguna, también pequeña, en la que desemboca.
Pienso que debe provenir de la depuradora y espero que sea un caudal limpio,
dado que, por su proximidad al mar, se irá filtrando hacia este, hasta diluirse
en su inmensidad.
Suena,
impertinente, el zumbido del reloj, avisándome de que debo emprender el camino de
regreso. Descanso brevemente mientras hago unos ejercicios de estiramiento. Como
cuatro dátiles secos y camino de nuevo, de vuelta a casa, pasando por el puente
sobre el Rio Seco. En la lejanía, los edificios semejan fichas de un juego
infantil, con su variedad de alturas y colores. Miro atentamente para ver qué
distancia me separa de mi destino y me digo, a mí mismo, que eso es pan comido.
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