Pese a que el ladrillo y el caos circulatorio han causado profundas heridas en el cuerpo de la ciudad, a poco que uno se aplique todavía podrá descubrir (o redescubrir) algún rincón evocador donde evadirse, siquiera un segundo,de ése tráfago incesante que convierte las calles en una especie de sistema circulatorio en el que nada debe detenerse.
Islas en medio de la ciudad;conservadas sin apenas cambios ,quizá porque su situación o dimensión no propiciaban actuaciones urbanísticas "rentables", hoy son esos espacios que permiten, quizá, retrotraerse a los años de la infancia, cuando el número de vehículos circulando era tan exiguo que se podía jugar a la pelota o a paleta y escampilla en mitad de la calle, sin correr el riesgo de ser absorbido por el tráfico.
El Panteón de Quijano es, para mí, uno de esos escasos lugares. Recuerdo como si fuera este momento aquéllos días en los que paseaba por sus caminos de la mano de mi madre, o me dedicaba a corretear y esconderme tras los gruesos olmos, en una especie de juego al escondite conmigo mismo.
Hay, todavía, en la parte trasera un par de fuentes. La una está a ras del suelo y hay en sus extremos dos ranas que, entonces, lanzaban chorros de agua por sus bocas. Al caer sobre la lámina de agua salpicaban en derredor y las ondas que se producían rompían una y otra vez contra las paredes. A menudo echaba alguna hoja de aquéllos olmos, a manera de improvisado barco que debía superar las olas de la tempestad imaginaria en la que yo convertía aquél trasiego de agua.
La otra fuente, cuyo vaso era más profundo, me obligaba a empinarme sobre la punta de los pies para palmotear en el agua. A veces algunos pececillos mordisqueaban el musgo que se depositaba en las paredes y yo metía la mano intentando, inútilmente , pescarlos. Era tan agradable escuchar el rumor de los chorros al caer sobre el agua contenida en el vaso! y también, contemplar como parte del chorro se sumergía arrastrando una cadena de burbujas de aire.
Paso con frecuencia junto a las fuentes. No hay chorros de agua y las ranas, como vecinos enfadados, permanecen mudas, mirándose frente a frente. Cerca, algunos indigentes han formado su provisional hogar sobre alguno de los bancos, a la sombra de los olmos y, en la calle, apenas hay un minuto de silencio que permita escuchar el trinar de los pájaros o el rumor de las hojas jugueteando con la brisa.
Pero, todavía, me parece un lugar entrañable.
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