El otro día caminaba tranquilamente tomando el sol cuando un
hombre, de mediana edad, se agachó y recogió de la acera la colilla de un
cigarrillo, todavía humeante, que se llevó a la boca. Aspiró el humo con
fruición y soltó una bocanada.
Este suceso me trajo a la memoria a uno de mis abuelos, Pepín
le llamaban sus amigos. Era un fumador empedernido, de esos que tienen los
dedos índice y corazón manchados de nicotina. Fumaba cigarrillos liados, que yo
disfrutaba fabricándole mediante un pequeño artilugio compuesto de dos
cilindros metálicos entre los que se introducía el tabaco y papel de liar marca
Bambú.
Me llamaba la atención que, cuando acababa de fumar o, a
veces, apenas encender el cigarrillo, lo apagaba y, con unas tijeras, cortaba
la parte quemada. Después, cuidadosamente, guardaba la colilla en una cajita
que guardaba en su despacho.
Aquello era un misterio para mí. Me parecía carente de
sentido que guardara las colillas cuando podía tener cigarrillos nuevos.
Un día, llamaron a la puerta y abrí. Un hombre vestido con
uniforme de cobrador de tranvía me preguntó por el abuelo. Le avisé, se
saludaron, mi abuelo le hizo pasar a su despacho y, con gran sorpresa por mi
parte vi cómo le entregaba, discretamente, la cajita de colillas, que el hombre guardó en
su bolsillo, dando las gracias y despidiéndose.
Apenas pude aguantar mi excitación y, tan pronto quedamos solos,
le pregunté: “abuelo, ¿por qué le has
dado a ese señor las colillas?”
Me contestó que aquél hombre ganaba tan poco dinero que no podía
comprarse tabaco y nunca había querido aceptar ayuda económica. Me gustó que mi abuelo
ayudara a la gente y lo hiciera con discreción.
Volviendo al inicio, el mismo día que vi al hombre recogiendo la colilla de la
calle, tuve la oportunidad de encontrarme con un grupo de personas que
dedicaban tiempo, esfuerzo, ayuda material y económica, a otro grupo a quienes
la enfermedad, la tragedia o el devenir de su existencia había colocado en
situación de exclusión social. Volví a recordar a mi abuelo.
Coincidiendo con la celebración litúrgica en la parroquia de
mi barrio, se produjo el último sábado un hecho singular. Una persona adulta
pidió ser bautizada como cristiana. En estos tiempos en que el materialismo y
el consumismo lo invade todo, me pareció muy importante que alguien decidiera
comprometerse, y en público.
Sé que se dirá que es una estupidez, que está desfasada, que
si la Iglesia tal o cual. No me importa. Esta persona optó por algo en lo que
creía y eso es más de lo que hacemos
muchos, que callamos o nos limitamos a quejarnos en el mostrador del bar sin
tomar ninguna iniciativa para resolver nada. Unas veces porque nuestra despensa
está llena y otras porque hemos perdido la esperanza en el cambio y nos
decimos: “total, ¿para qué?”
Me he preguntado varias veces si, realmente, estos hechos
que narro son inconexos, pero vuelvo las hojas del calendario, escucho la
radio, veo la televisión, leo el periódico …Todo el mundo habla de la Navidad,
aquí y allá. Sí, algunos lo hacen porque les pagan, otros para vender más pero,
detrás de todo ello, aunque no se quiera reconocer, hay algo más.
Estamos tan acostumbrados a que lo importante es el dinero,
el poder, que no apetece recordar a alguien que, solidariamente, se atrevió a
ser pobre entre los pobres, sin importarle vivir en contra de quienes
utilizaban la palabra y el puesto para ejercer el poder y sin importarle morir,
para demostrar hasta donde era capaz de llegar.
Es Navidad. Dejémonos de prejuicios tontos y reunámonos con
los amigos, abracemos al que llega, brindemos por el futuro y reneguemos de
quienes entienden la solidaridad como un
medio de hacer más grande su fortuna.
Tengamos coraje para averiguar si es cierto que cuando uno
ama no pierde nada.
¡FELIZ NAVIDAD!
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