En
la estancia, apenas una leve claridad se filtraba entre los cortinajes que
cubrían las ventanas. Sobre la mesa, las velas de los candelabros casi consumidas
arrojaban una vacilante y mortecina luz.
Pequeñas estalactitas y estalagmitas céreas se habían formado bajo cada uno de los brazos de los candelabros. Una
copa medio llena de vino blanco y otra, volcada al otro extremo de la mesa,
acompañaban a varios platos a medio consumir. Ana rodeó la mesa, corrió las
cortinas y abrió las ventanas; era necesario airear el ambiente enrarecido por
la combustión de las velas.
Tropezó y estuvo a punto de caer.
Miró hacia abajo. El cuerpo de Laura, tumbado en el suelo, con los ojos muy
abiertos mirando al techo, tenía clavado en el pecho un cuchillo de trinchar
carne. Ana se aproximó, superando su miedo. Tocó el rostro de Laura. Estaba
frio, terriblemente frio. Sin poder evitarlo comenzó a gritar, mientras se
dirigía hacia la puerta. Apenas transcurridos unos minutos apareció, jadeante,
el vigilante jurado. “Lo siento”, dijo,
“están reparando el ascensor y no he
podido llegar antes. Dime, ¿qué ocurre?”
Ana
le interrumpió, gritando histérica. “¡Está,
muerta, está muerta!” , señalando en
dirección al comedor.
Víctor la apartó y se adelantó hacia la estancia, descubriendo
el cuerpo. Como si hubiera estado haciéndolo toda la vida, sacó de sus
bolsillos unos guantes, se los puso y, tomando el teléfono marcó, con decisión, una serie de
números. Habló: “Llamo desde el
apartamento 3 B del edificio Estrella, en Avenida Galaxia, 24. Se ha cometido
un crimen”. Colgó seguidamente,
inquiriendo a Ana: “¿Has tocado
algo?”. Ella negó con la cabeza mientras sollozaba. “Mejor” respondió Víctor y la acompañó, pese a su oposición, hasta
el pasillo, donde la obligó a sentarse en uno de los sillones mientras decía: “He llamado a la policía. Voy a abrirles la
puerta. No te muevas ni toques nada”. Ella asintió.
(continuará)
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